lunes, 19 de julio de 2010

Criterio

Muchas veces elegimos y alimentamos un problema dejando con hambre la solución.

Vamos buscando que algo suceda para ponernos en protagonistas de una novela sin sentido, dejando una estela de consecuencias desagradables, culpando al infortunio y desavisando que con madurez y sentido común podemos dejarnos de tantos rollos y vivir más en armonía con nosotros principalmente y por defecto, con los que nos rodean.

Los problemas surgen cuando uno está dispuesto a saltarse la torera pensando que nunca lo va a pillar el toro. O pensando que las consecuencias se verán disminuidas por la bondad del causante o de la causa, que siempre cree el causante que es inocente de cuerpo y alma.

Actuar sin medir acerca al egoísmo y lo fácil es culpar a la suerte o a su antónimo. Ponerse en víctima no sólo resulta infantil además de inútil, sino que asegura que todo volverá a repetirse, más temprano que tarde.

Muchas de estas situaciones mandan al garete relaciones bien establecidas porque pecamos en abusar de la empatía del otro. Ponen en evidencia las diferencias, nos desnudan del humor y los caminos empiezan a parecer no tan cercanos como los veíamos.

Todo el jiji-jaja se va a tomar por saco, y el pato lo pagará, en la mayoría de los casos, un tercero que se vio atrapado por la marea de incongruencias nunca asumidas por los supuestos causantes. Y da por el quinto forro, por supuesto, asumir que uno debería pasarse por la bisectriz lo que no quiere pasarse. Y así y todo, vamos, que a uno se le tienen que reír en la cara y encima ponerla de tonto, de “qué bueno que viniste y que haya pasado todo esto para que aprendamos mucho de nuestras diferencias y ahora estemos todos mucho más unidos, bla, bla, bla”.

Cuando uno actúa, para bien o para mal, -porque no hay neutro en los actos- sabemos desde pequeños que existirá una consecuencia. Asumirla es lo correcto. Refugiarse en que la consecuencia fue o no desproporcionada es cobarde e inmaduro.

Vamos, que no soy santo, ni llevo alas en la espalda ni voy a misa los domingos. Pero no puedo ir sonriendo cuando tengo un dedo metido en el culo, no sé otros.

La lección se aprende asistiendo a clase, no dando parte de enfermo cada vez que la cosa se pone oscura.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Consejos y demás menesteres

El mejor consejo es no dar consejos, dicen…

No sé (ni me interesa) quién dijo esto, o si es uno de los grafitis que adornan nuestras urbes, pero lo que sé es que es una verdad como la copa de un pino.

Y es verdad (VLR), el consejo no tiene garantía de éxito. A todos los bípedos no nos cae igual el mismo tinto, no?! Pues ahí tienes… Además, detrás de los buenos consejos, a veces, sólo a veces, se esconde un pizquita de envidia, pero ese es otro tema.

El consejo casi nunca está basado en una vivencia propia, es simple “intuición” ajena. Está claro que confunde a los débiles, y muchas veces los débiles son los más perfeccionistas.

Del único que acepto consejos es del camarero de confianza o de mi médico. Los demás, ya me gustaría ver su bitácora para haberse titulado de “Consejeros Opinólogos”.

Sin ánimo de quedar como un “chupamedias”, me gustaría citar brevemente a mi suegro en este aspecto, que siempre escucha los proyectos ajenos y los acepta entusiasta, aunque bien en el fondo de su dilatada experiencia sepa que te vas a estrellar bien estrellado. ¿Por qué entonces dejar que alguien cometa un error si sabemos que puede estrellarse?. Simple estadística, hay un 50% de probabilidades de que esa idea sea transgresora, y que del choque nazca algo bueno, o potable al menos.

Me echo a temblar cuando oigo el típico “a mí me parece…” Coño!, no te quedes a medias, dime que no apostarías un duro, pero no me aconsejes diciéndome sólo que es una recomendación… los jodidos sinónimos políticamente correctos!

El Opinólogo (en el cual, tristemente y para mi vergüenza, tengo que incluirme) es siempre oportuno, casi siempre cae bien parado porque nunca apuesta a llevarse el Pozo, siempre tira ideas y aspectos “fronterizos” sobre el tema en cuestión. A ver, un ejemplo:

“Y… yo no me compraría una casa para alquilarla donde la compró Fulano, es una zona de mierda, pero (cuándo no!) si la decora bien puede que la alquile a buen precio…”

Se me eriza la piel con sólo releer el ejemplo… Además, resulta que el Opinólogo no se dedica a bienes & raíces ni tampoco es decorador… creo que si escarbamos un poco, ni casa propia tendrá; pero dejó su huella en la cuestión:

Si la casa no se alquila, él ya lo avisó (es una zona de mierda), pero si se alquila, él también lo predijo… uff, qué bocho!

Es por esta ambigüedad por la que descreo fervientemente en los consejos. Porque la experiencia sólo nace del error, el acierto es estéril. El error hace sinapsis en nuestras neuronas, las pone a 100. El acierto las embriaga…

Ya lo dice otro dicho,

No te acuestes en los laureles que se aplastan…

Abuelos

Yacía feliz, sin pensar, como piensan los chicos. Me aseguraba que la vida era eso, que era plena y que no podía ser de otra manera. Íbamos a la casita de mis abuelos en Glew, un pueblito perdido en el Gran Buenos Aires, y en la cocina vieja y destartalada de ese rancho, yo crecía feliz.


Mi abuela y sus vestidos largos y avejentados, pero siempre simpáticos, hacía falsos caldos de achicoria. Era una mujer coqueta y femenina, con un humor inteligente y perspicaz. Insultaba noblemente. Puteaba como se debía, como la mayoría de los mortales no sabe hacerlo. Cocinaba como los ángeles lo harían si cocinaran. Le gustaba leer y le gustaba que lea.


Mi abuelo era un Ser simplemente complicado. Contrariado por el éxito que golpea a los humildes. Sencillamente se limitó a ser quien fue y no quien querían que fuera. Eso le privó de ganar una gran fortuna, mejor dicho: Nos privó, a la Familia, digo.


Las familias son grandes mezclas, crisoles que no pueden identificarse sin más, sin estar dentro. A veces parecen iguales, asimiladas en un común denominador. Familia es una palabra tan amplia y mal utilizada que me cuesta, hoy día, desmenuzarla. A veces me suena a Clan, otras a Compañía. Pero existe una distorsión, un desvarío. ¿Hay un antónimo?


Si pienso en Familia, lo primero que se me cruza es mi abuelo, el paterno. Fue todo lo que no fue mi padre para mí, si supiera lo que es tenerlo, claro.


Él me enseñó a leer el periódico, a no evitar páginas y supongo que sin querer, me imantó gran parte de su mal carácter. Aunque si lo pienso bien, creo que lo regó nomás…


Le gustaba que faltase al colegio para quedarme leyendo con él, o leyéndole. Me hacía repetir los párrafos hasta que mi voz fuera pareja, que leyera hasta las comas, textualmente.


Era una persona muy sabia y no lo sabía entonces, pero lo intuía.


La vida era eso. Era un pequeño y algodonado entorno en el que uno se sabía protegido, único e indestructible. Porque eso es la infancia, lo bonito que hay en ella, la inconsciencia.


Vivía a escasos metros de todo lo que necesitaba. No sufrí hasta que me dijeron que iba a tener que sufrir por algo, porque sufrir es tener consciencia, y la consciencia te la endosan los adultos cuando no tienen más respuestas. No fui llorón ni malcriado. Ni de Teta ni de Llanto decía mi abuelo, el paterno…


Vuelvo con mi abuela, Estela se llamaba. Era la “abuela de Changuito”. Todo lo estereotipada que tenía por fuera lo contrariaba por dentro. Inteligente y transgresora, borrachinamente sobria, cruelmente sagaz. Era la mitad de mi abuelo. Una mitad vital, envidiablemente vital. Profesaba por él un amor paciente, fiel. Un amor de calendario que te hermana, te depende.


Hoy ya no están, pero siguen juntos, al menos en mi memoria.