miércoles, 30 de diciembre de 2009

Abuelos

Yacía feliz, sin pensar, como piensan los chicos. Me aseguraba que la vida era eso, que era plena y que no podía ser de otra manera. Íbamos a la casita de mis abuelos en Glew, un pueblito perdido en el Gran Buenos Aires, y en la cocina vieja y destartalada de ese rancho, yo crecía feliz.


Mi abuela y sus vestidos largos y avejentados, pero siempre simpáticos, hacía falsos caldos de achicoria. Era una mujer coqueta y femenina, con un humor inteligente y perspicaz. Insultaba noblemente. Puteaba como se debía, como la mayoría de los mortales no sabe hacerlo. Cocinaba como los ángeles lo harían si cocinaran. Le gustaba leer y le gustaba que lea.


Mi abuelo era un Ser simplemente complicado. Contrariado por el éxito que golpea a los humildes. Sencillamente se limitó a ser quien fue y no quien querían que fuera. Eso le privó de ganar una gran fortuna, mejor dicho: Nos privó, a la Familia, digo.


Las familias son grandes mezclas, crisoles que no pueden identificarse sin más, sin estar dentro. A veces parecen iguales, asimiladas en un común denominador. Familia es una palabra tan amplia y mal utilizada que me cuesta, hoy día, desmenuzarla. A veces me suena a Clan, otras a Compañía. Pero existe una distorsión, un desvarío. ¿Hay un antónimo?


Si pienso en Familia, lo primero que se me cruza es mi abuelo, el paterno. Fue todo lo que no fue mi padre para mí, si supiera lo que es tenerlo, claro.


Él me enseñó a leer el periódico, a no evitar páginas y supongo que sin querer, me imantó gran parte de su mal carácter. Aunque si lo pienso bien, creo que lo regó nomás…


Le gustaba que faltase al colegio para quedarme leyendo con él, o leyéndole. Me hacía repetir los párrafos hasta que mi voz fuera pareja, que leyera hasta las comas, textualmente.


Era una persona muy sabia y no lo sabía entonces, pero lo intuía.


La vida era eso. Era un pequeño y algodonado entorno en el que uno se sabía protegido, único e indestructible. Porque eso es la infancia, lo bonito que hay en ella, la inconsciencia.


Vivía a escasos metros de todo lo que necesitaba. No sufrí hasta que me dijeron que iba a tener que sufrir por algo, porque sufrir es tener consciencia, y la consciencia te la endosan los adultos cuando no tienen más respuestas. No fui llorón ni malcriado. Ni de Teta ni de Llanto decía mi abuelo, el paterno…


Vuelvo con mi abuela, Estela se llamaba. Era la “abuela de Changuito”. Todo lo estereotipada que tenía por fuera lo contrariaba por dentro. Inteligente y transgresora, borrachinamente sobria, cruelmente sagaz. Era la mitad de mi abuelo. Una mitad vital, envidiablemente vital. Profesaba por él un amor paciente, fiel. Un amor de calendario que te hermana, te depende.


Hoy ya no están, pero siguen juntos, al menos en mi memoria.

2 comentarios:

  1. que bellos recuerdos... la infancia es el pais del que nunca me quiero ir!!
    (y no, no hay antonimos de familia!!)

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  2. y??? no hay mas??? yo quiero mas... besos!

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